TODOS los días encontramos en los caminos de la vida
reflexiones que nos hacen leer nuestro pasado, en las que no sólo vemos las
arrugas en la piel y los achaques de los años, sino algo que es peor: lo poco
que hemos aprendido en la escuela de la vida. Queremos naturaleza y a la vez
disfrutar de todas las comodidades de la sociedad de consumo, de tal manera que
queremos coches, pero no carreteras; alimentos naturales y campos cultivados,
pero le tenemos alergia al sacho; electricidad pero no cables, torretas ni
centrales que contaminen; llamamos buen tiempo cuando el sol nos invita a la
playa. En resumen, todos son derechos y albergamos muchas dudas de si tenemos
obligaciones.
En una palabra, el lenguaje está cargado de incoherencia en
una sociedad que ha perdido el sentido común, entre otras cosas porque hemos
artificializado la vida y, en consecuencia, queremos hacer lo mismo con la
naturaleza. Lo peor de todo es que se ha globalizado el modelo a nivel
planetario, de tal forma que hoy en día más del 50 por ciento de la población
mundial vive en ciudades y lo rural está en crisis. Este modelo "funciona"
consumiendo 88 millones de barriles de petróleo al día.
Hemos pensado que la tecnología y la industrialización lo
resolvían todo, incluso que la agricultura y la ganadería la íbamos a realizar
por medio de transgénicos, fertilizantes caros y máquinas milagrosas, o creando
animales artificiales como la oveja "Dolly"; en definitiva, producir
alimentos sin agricultores ni ganaderos. En este espejismo hemos vivido los
últimos años.
Pretendíamos que el campo pasara de ser un lugar de
producción de alimentos a algo residual dedicado a la contemplación. Como
podemos poner en nuestra mesa alimentos producidos en territorios tan alejados
como los kiwis de Nueva Zelanda o los arenques de Terranova, ¿para qué
preocuparse entonces de los almendros de Santiago del Teide o de las higueras
de El Hierro? Ahora,los cuidadores de la naturaleza conocen los nombres de
las plantas en latín y la localización de las mismas por GPS: ¡cuánta sabiduría
tenemos! Pero no conocen nada apenas del mundo rural, de la sociología del hombre
del campo, de sus problemas, en definitiva, de la naturaleza de los que llevan
gestionando el mundo rural desde el Neolítico hasta ahora.
En estos tiempos, como somos "tan listos", despreciamos
la sabiduría acumulada durante muchas generaciones por nuestros campesinos y
les dictamos, desde la ciudad, las normas de cómo gestionar el mundo rural.
Ahora son los arquitectos y demás gremios urbanitas los que marcan las pautas a
seguir, aplicando criterios del mundo urbano. Valga como ejemplo que un pobre campesino
para levantar un portillo de pared caído de un huerto, transportar un camión de
tierra para hacer un cantero, o instalar un riego por goteo para ahorrar algo
de agua, requiere de un proyecto técnico y múltiples autorizaciones que
implican a más de seis departamentos de las distintas administraciones, con los
consiguientes costes económicos, de tiempo y de salud. Por otra parte, si se le
ocurre hacer cualquiera de estas infraestructuras en algunas de las tantas
categorías de suelo rústico que hemos inventado, se le aplica el Código Penal y
puede pasar de ser un ciudadano honrado y trabajador a ser un vulgar
delincuente.
En este estado de cosas, tampoco una pared puede superar los
tres metros de altura, con lo que los "machu-pichu" de La Gomera
serían hoy en día un atentado paisajístico. Es más, los estanques para riegos
en las zonas de protección han de ser desmontables -de chapa-, cuando todos
sabemos que los estanques de hormigón y piedra impactan menos y son más
económicos. En esta línea de marco legal que hemos creado, nadie en jardinería,
en su sano juicio, planta flora autóctona por la dificultad que ponemos desde
la Administración para trasladar alguna de estas plantas en caso de que haya
que moverla del lugar donde se plantó.
En una palabra, se ignora y se margina el derecho
consuetudinario, tan importante en la vida local, cargado de sabiduría popular
en el que sistema del error-acierto tanto ha puesto en el mismo. Ahora hemos
puesto sobre el territorio un aluvión de leyes y teorías totalmente alejadas de
la realidad a la que dicen proteger. Con teorías como la del "bosque
potencial", que según los sabios no se puede tocar porque fue
ocupado por monte antes del siglo XVI y, en consecuencia, lo ideal es que lo
vuelva a ocupar el monte aunque ahora esté ocupado por tierras de cultivos e
incluso casas.
No es fácil gestionar el territorio en el que vivimos, con
dos millones de personas, y con un nivel de protección teórica sobre la mitad
del mismo; máxime cuando las teorías existentes son un canto a un mundo
bucólico de una Arcadia feliz que dudamos que haya existido alguna vez ni en
Grecia ni en otros puntos del planeta.
Necesitamos con urgencia parar los procesos vigentes de
expedientes en suelo rústico en una moratoria temporal que analice con otra
visión lo que podemos hacer en dicho suelo, atendiendo pautas del lugar tanto
en aspectos sociales como ambientales, facilitando y apoyando al ciudadano que
de verdad quiera trabajar el campo y actuando de forma contundente contra
aquellos que hacen infraestructuras en suelo rústico para ir el fin de semana a
hacer la barbacoa con carne importada del Brasil y que son incapaces de sembrar
una col o cuidar una gallina.
Esta moratoria que proponemos debe devolver al campo y a sus
gentes una tranquilidad y serenidad que ahora sufrimos con numerosos
interrogantes los que tenemos un compromiso con el mundo rural. El campo en
estos momentos puede ser una alternativa para muchas familias y no puede seguir
bajo una maraña de leyes que en la mayor parte de los casos son inaplicables y,
en otros, totalmente contradictorias. Sol en la era y agua en la higuera:
gestionar un territorio con 2 millones de habitantes en un equilibrio ambiental
requiere un debate permanente, vivo, es algo más que un código de leyes salidas
de un despacho sin apenas reflexión en la vida diaria.
Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 27 de Junio 2010