EN LOS TIEMPOS que vivimos, con frecuencia miramos hacia
fuera esperando solucionar la problemática de cada día y lo próximo; lo de casa
apenas cuenta. La globalización, la moda, lo que nos brindan los grandes medios
de comunicación y el ordenador es lo que marca la pauta, y aquí, en Canarias y
Tenerife, nos preocupa la flora y la fauna y la supuesta naturaleza salvaje.
Sin embargo, lo que ocurre en el medio rural tiene pautas de naturalistas
contemplativos que casi nunca quieren entender los problemas y demandas de los
que hacen surcos y levantan paredes en lo que queda del mundo rural.
Así, por ejemplo, descorchar una botella de vino o cocinar
las papas no lo asocian al territorio, a los hombres y mujeres que lo viven y
sufren en el medio rural, a esos jardineros de los que nos quedan en una isla
en la que la naturaleza tiene un gran componente de lo que el hombre ha hecho
desde la noche de los tiempos, mucho antes de que inventaran un sinfín de leyes
que dicen que "protegen" todo lo natural; leyes que, sin embargo,
olvidan la agricultura y, en consecuencia, algo básico no sólo en la
alimentación, sino también en el mantenimiento de los equilibrios naturales en
un medio antropizado como el nuestro.
De esta forma, mientras en Copenhague se habla del cambio climático,
aquí los agricultores siembran papas y azufran las viñas, limpiando las huertas
de jable y maleza y, por consiguiente, retirando combustible que propaga los
incendios en nuestros montes. Estos campesinos no sólo tienen que luchar contra
la sequía y con la naturaleza, ya que se requiere un gran esfuerzo para
preparar las huertas -sorriba, jable, agua- sino también lo que es peor,
competir con importaciones de papas, vino e incluso plagas de países como
Egipto, Israel, Marruecos o Inglaterra, que se producen en otras condiciones
agrícolas con las que no podemos luchar. Sin embargo, parece que lo importante
aquí es proteger la flora y la fauna.
Por ello, en Vilaflor, como en tantos puntos de Canarias,
los campos antaño cultivados ahora son ocupados por matorrales de gran
capacidad de combustión que entrañan peligro para la población y para la
defensa de nuestros montes. Así, en las islas se ha pasado de cultivar más de
15.000 hectáreas de papas en los años ochenta a algo menos de 4.000 en la
actualidad. De esa cantidad, la mitad la pone Tenerife, pero no llega a cubrir
ni un 30% de la demanda interna de papas, puesto que los precios actuales de
mercado no cubren ni tan siquiera los costes de producción. En contadas
ocasiones les han pagado a los agricultores 0,30 euros por kilo, de tal manera
que ahora en Vilaflor, en época de la recolección, tienen un volumen importante
sin vender, mientras que las islas consumen unos 10 millones de kilos
mensualmente y han pagado por una pipa de agua para riego unos 0,32 euros. En
estas circunstancias, le pedimos al alcalde que saque un bando obligando a la
limpieza de las huertas balutas por riesgo de incendios y éste
responde, con razón, que cómo les va a pedir a los campesinos que limpien las
huertas con los precios a los que están pagando las papas.
En este estado de cosas, no es mucho lo que podemos esperar
de Copenhague si aquí continuamos con la casa sin barrer. Es decir, la
agricultura es algo más que mercancía; el campo es también vida digna para sus
gentes y papel ambiental y cultural. En Dinamarca no se discute el cambio
climático "asumido por todos", sino el reparto de sus consecuencias y
los costes que debemos asumir. Aquí también debemos debatir el modelo de futuro
y sus costes; si importamos papas con costes de transporte y frío, no sólo
contaminamos más -emisión de CO2- sino que también perdemos puestos de trabajo
y aumentamos los riesgos de incendios. Eso también cuenta en el cambio
climático, ya que en Tenerife estamos dejando de labrar más de 3.000 hectáreas
de papas.
Ante los actuales acontecimientos de pérdida de actividad
agraria y crisis de valores del mundo rural, en la que todo lo que tiene que
ver con la flora y la fauna está protegido y los agricultores y el mundo rural
continúan en precario, tal vez sea la solución declarar a los magos como
especie en vía de extinción y, en consecuencia, protegerlos, al menos, igual que
a los sebadales, los lagartos y las palomas rabiches.
Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 13 de Diciembre 2009