EN LOS ÚLTIMOS años se están produciendo con frecuencia
incidentes que tienen que ver con la alimentación y, lo que es más preocupante,
con la relación del hombre, la agricultura, la ganadería y la salud. A nuestro
entender se han aplicado tecnologías industriales a la producción de alimentos
y al comportamiento de las especies tanto agrarias como ganaderas, con lo que
se ha desnaturalizado gran parte de nuestro agro.
A esto hay que unir los
fenómenos de la globalización, como el control que las grandes multinacionales
ejercen sobre las semillas y la distribución de los alimentos.
Estos días hemos visto cómo desde Moscú a Copenhague,
pasando por Nápoles, la distribución de hortalizas está en las mismas manos y
pendiente de lo que digan los laboratorios en cuanto a su calidad. El fenómeno
es tan importante como que el sureste peninsular Levante-Cataluña y Canarias,
con algo más de cincuenta mil hectáreas de invernaderos, produce al año más de
dieciséis millones de toneladas de frutas y hortalizas, lo que hace que gran
parte del consumo de perejil, hortelana o pepinos, desde los Urales hasta La
Restinga, sea producido en dichos invernaderos. Por ello, la globalización
genera muchos interrogantes en la economía, la cultura y el medio ambiente en
esto que llamamos modernidad y donde cada vez se habla menos de
autoabastecimiento.
Es la pérdida de autonomía y de estímulo familiar y cultural
sobre lo próximo, lo pequeño, esa relación que teníamos entre el agricultor y
la ventita donde se despachaban los tomates y lechugas producidas en las
proximidades, lo que ha cambiado, y de qué manera. Por si fuera poco, la
industrialización en los procesos productivos, unido a las mejoras de las
semillas y de la genética de los animales, ha impuesto una nueva situación de
la que no sabemos cómo saldremos en el futuro. ¿Es viable este modelo para
alimentar a 7.000 millones de personas?
De esta manera, se ha pasado de procesos productivos en los
que la población eran agricultores y ganaderos y tenían una alta relación con
la alimentación de las poblaciones cercanas a un modelo que, en nombre de la
"modernidad" y el "progreso", sigue echando población
activa del sector primario, que en la actualidad es menos de un 3% cuando
tenemos un paro superior al 20%, dejando en los procesos de alta mecanización e
industrialización gran parte de la producción de alimentos. Es más, hemos
pasado de destinar gran parte de nuestros ingresos a la alimentación -en muchos
casos alcanzaba el 40%- a un discutible 12 o 15% en los momentos actuales,
devaluando el valor de los alimentos y, en consecuencia, el trabajo de los
agricultores. ¿Tiene futuro una sociedad sin campesinos?
Así, en cuarenta años, una vaca ha pasado de producir tres
mil o cuatro mil litros de leche al año en las mejores ganaderías de Holanda a
situarse hoy en los quince mil litros, con una media de diez mil litros por
vaca/año. ¿Es la vaca un manantial? ¿Cuál es el coste genético para que un
animal pueda producir más de diez mil litros al año? ¿Qué alimentos hay que
suministrarle y cuántos productos de farmacia hay que aportarle? ¿Y todo esto
para qué? Porque al ganadero se le paga menos de cincuenta céntimos el litro de
leche, es decir, le pagamos menos al ganadero por un litro de leche, que puede
alimentar a varias personas, que lo que cuesta un cortado, barraquito o un
botellín de agua mineral. ¿Es esto un modelo con futuro?
Los problemas que hemos visto en los últimos años con las
vacas locas, los pollos y los cerdos con dioxinas industriales, y más
recientemente con los pepinos, no son más que un proceso al que estamos
condenados por haber "artificializado" la vida y deshumanizado
la cultura de nuestro pueblo y las relaciones del hombre con la tecnología.
Este supuesto avance tecnológico se olvida de la naturaleza y de la cultura
milenaria que tienen la agricultura y la ganadería, algo clave en el progreso
de la humanidad.
Así, por ejemplo, pedimos que una hectárea de papas produzca
más de cuarenta toneladas, una mata de tomates dé más de treinta kilos y algo
similar en los pepinos, a base de una serie de alteraciones en las que ha
predominado el productivismo a corto plazo y en las que se ha cambiado gran
parte de los procesos naturales y culturales de la agricultura. Es más, ahora,
en nombre de la agricultura ecoambiental, también se están haciendo procesos
alejados de la cultura agraria y de los conocimientos de nuestros agricultores
tradicionales en el buen uso y la observación de la tierra y el medio ambiente
a la hora de cultivar, olvidando la rotación de cultivos, las leguminosas y el
estiércol, por ejemplo.
Por ello, con estas líneas lo único que pretendemos es hacer
una reflexión en voz alta de un proceso que probablemente no haya hecho más que
empezar, de un progreso mal entendido que ignora la sabiduría acumulada a lo
largo de miles de años en eso que se llamó revolución neolítica, que es sin
duda la mayor que se ha producido en el planeta, al pasar el hombre de
pastor-recolector a ser agricultor y ganadero.
Por supuesto, no estamos en contra de la tecnología siempre
y cuando esta sea para facilitar el duro trabajo de nuestros campesinos, e
indudablemente ha habido mejoras técnicas en la agricultura y en la ganadería
que hemos ido incorporando, pero no estamos por los cambios bruscos, como que
una vaca pase a triplicar su producción de leche en solo cuarenta años. La
naturaleza no puede funcionar como una fábrica de tornillos que trabaja bajo
pedido, sino que debe respetar sus propios procesos.
Por ello, lo de la consejera de salud de Hamburgo, Cornelia
Prüfer-Storcks, que estos días ha sido famosa por su declaración del "E.
coli" y los pepinos españoles, en la que indudablemente ha echado la culpa
a alguien -que no sea votante del land de Hamburgo- y en la que
también es posible que haya aspectos de defensa local frente al planteamiento
global de la Unión Europea, es una lección más de lo que hemos defendido en
esta tierra sobre controles fitosanitarios sobre las importaciones
agroganaderas, por entender que, entre otras cosas, gran parte de las plagas y
enfermedades que tenemos en el campo son el resultado de esa globalización mal
entendida que hace que se importen igual las papas y las lechugas que los
tornillos.
Hemos de mejorar las relaciones sociales y económicas de los
agricultores en Canarias para conseguir cotas de autoabastecimiento que dejen
de estar por debajo del 10% de la demanda interna y que superemos al menos el
30% de nuestro autoabastecimiento. Esto se traduciría en calidad y seguridad
alimenticia, puestos de trabajo, paisaje y una dignificación de los hombres y
mujeres del campo en una sociedad más sostenible y más solidaria social y
ambientalmente. En definitiva, se trata de saber y valorar lo que comemos en
esa relación directa entre salud y alimentación, pues la lección de estos días
en Alemania debiera ser un toque de atención no solo para los centroeuropeos,
como de hecho parece que ha ocurrido, sino también para los que vivimos en la
periferia, como es el caso de Canarias. Todos estos temas no son para dedicar
un minuto de atención en un telediario, sino que deberían llevarnos a una
reflexión sobre una cuestión tan seria como es la alimentación y la salud.
Wladimiro Rodríguez Brito es DOCTOR EN GEOGRAFÍA
EL DIA, 12 de Junio 2011